A casi dos años exactos del ataque de las turbas al Capitolio en Washington, no deja de preocupar la similitud de los hechos de este 8 de enero, cuando un enorme número de partidarios del expresidente Jair Bolsonaro irrumpió en los edificios del Congreso y del Tribunal Supremo en Brasilia, la capital de Brasil, asaltando la rampa de entrada al modernista palacio presidencial.
La policía antidisturbios llegó al lugar para restablecer el orden mientras miles de manifestantes vestidos con los colores nacionales verde y amarillo de Brasil pedían una intervención militar para derrocar al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, el líder sindicalista de izquierdas que asumió el cargo la semana pasada.
El presidente Lula se encontraba en la ciudad de Sao Paulo, en un acto de apoyo a los damnificados por una de las peores inundaciones de la región, asegurando que eran sin duda producto del cambio climático. Sobre los sucesos en Brasilia, dijo que los atacantes serán castigados y enfrentarán todo el peso de la ley, calificándolos de «fascistas fanáticos».
La imagen que proyectó Estados Unidos el 6 de enero de 2020 ha ocasionado un gran daño a la percepción del país como una nación en que los cambios de gobierno se efectúan cumpliendo las reglas de la democracia establecida en 1776.
En los últimos dos años se han visto cosas inimaginables en las que candidatos del partido republicano mienten a diestra y siniestra. Los funcionarios cambian sus declaraciones de un día para otro y un aura ignominioso se proyecta sobre el futuro del cumplimiento y respeto de la ley. Cuando los representantes electos se refieren a la masa criminal del 6 de enero como “turistas que querían conocer el Capitolio”, algo siniestro se avizora en la patria de George Washington y Abraham Lincoln.