Haití, la primera república negra del mundo y la primera nación independiente de América Latina, ha enfrentado un prolongado período de caos, exacerbado por el asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021. Sin embargo, la raíz de sus problemas se remonta a su historia de pobreza, desastres naturales, deuda histórica y la falta de un Estado funcional.
Nos preguntamos: ¿por qué?
La respuesta yace en su profunda pobreza, sacudida periódicamente por desastres naturales, ahogada por una deuda interna y externa histórica, y por la desaparición del Estado, lo que ha producido la inestabilidad de sus gobiernos. Pero, fundamentalmente, este último aspecto ha sido el protagonista de la debacle haitiana.
Es claro que esos males no son solo producto del asesinato del presidente Jovenel Moïse, sino que tienen raíces mucho más profundas, algunas de las cuales se remontan al nacimiento mismo de Haití como nación independiente.
Desde su independencia en 1804, Haití ha sido sacudido por la inestabilidad política. A lo largo de más de dos siglos, el país ha conocido una sucesión de dictaduras con algunas alternancias democráticas y varias intervenciones extranjeras. Su primer gobernante, Jean-Jacques Dessalines, prohibió la esclavitud, pero se autoproclamó gobernador general vitalicio, siendo asesinado pocos meses después. Este destino ha perseguido a casi todos los líderes políticos haitianos, desencadenando una guerra civil y, durante el siglo XIX, una cadena de gobernantes, muchos de ellos autoproclamados vitalicios, que apenas duraban unos años en el poder antes de ser derrocados por revueltas, asesinados o exiliados.
La familia Duvalier marcó, brutalmente, una parte del siglo XX. François «Papa Doc» Duvalier y su hijo, Jean-Claude, «Baby Doc», gobernaron durante 29 años, período durante el cual la corrupción saqueó las finanzas del país y sus políticas represivas causaron la muerte y desaparición de cerca de 30.000 personas.
Tras varios golpes de Estado, en 1990, Haití eligió por primera vez a un presidente, Jean-Bertrand Aristide, quien fue derrocado 7 meses después. Regresó a Haití en 1994 gracias a una intervención militar estadounidense y disolvió el ejército. Dos años después, René Preval ganó las elecciones, sucediendo a Aristide, quien fue reelegido en noviembre de 2000 y luego obligado a salir del país tras otro golpe de Estado en 2004.
Preval fue reelecto en 2006 y completó su mandato de 5 años. Sin embargo, el terrible terremoto de 2010 devastó gran parte del país y exacerbó los problemas políticos, económicos y sociales.
Michel Martelly, fue sustituido por el empresario Jovenel Moïse en 2016, cuyo mandato estuvo marcado por protestas antigubernamentales y acusaciones de corrupción. El 7 de julio de 2021, Moïse fue asesinado por un grupo de mercenarios colombianos, profundizando el vacío de poder y permitiendo que grupos armados tomaran control de gran parte del país.
Ariel Henry asumió el poder de forma interina, pero fue obligado a renunciar, asilándose en Puerto Rico. Al momento de redactar este artículo (20-03-2022), Haití se encuentra sin presidente, sin primer ministro, y fundamentalmente sin instituciones públicas que delineen un Estado funcional.
La violencia ha sido exacerbada por más de 200 pandillas que controlan grandes áreas, desplazando a cientos de miles de personas y contribuyendo a la desintegración estatal. La falta de aplicación de la ley ha permitido, a estas pandillas, operar con impunidad. Según Naciones Unidas, esta violencia ha provocado el desplazamiento interno de casi 314.000 personas.
El terremoto de 2010 permitió la fuga de pandilleros, fortaleciendo a las bandas, que han perpetrado secuestros y ataques, controlando alrededor del 80% del país. Haití no ha celebrado elecciones desde 2019, lo que ha permitido a las pandillas unificar fuerzas y atacar infraestructura crítica.
Según las Naciones Unidas, solo en 2023, 4.000 personas murieron en violencia relacionada con pandillas, mientras que otras 3.000 fueron secuestradas. Actualmente, Haití tiene 1,3 policías por cada 1.000 habitantes, por debajo del estándar internacional de 2,2.
La lucha por la independencia, iniciada en 1791 y culminada en 1804, destruyó la mayoría de las plantaciones e infraestructura, sumiendo al país en dificultades económicas. Francia reconoció a Haití en 1825 bajo la condición de indemnización, llevando al país a una deuda perenne, terminando de pagarla en 1947.
Pero Francia no fue el único país que ocupó Haití. En 1915, 330 marines de EE. UU. desembarcaron en Puerto Príncipe para defender los intereses de empresas estadounidenses en el país, sumido en la inestabilidad política. Esta intervención fue seguida por una ocupación mayor, en la que EE. UU. tomó control de las aduanas y las principales instituciones económicas del país, como bancos y el tesoro nacional, los cuales prácticamente vaciaron para pagar las deudas con empresas estadounidenses.
La pobreza en Haití impacta, principalmente, a los niños, entre los que la desnutrición ha alcanzado niveles sin precedentes en el mundo. En 2023, 3 millones de niños, la cifra más alta registrada, necesitaban ayuda humanitaria, y dos de cada cuatro niños padecían desnutrición crónica. Según diferentes organizaciones internacionales, Haití es el país más pobre de América Latina y el Caribe y uno de los más empobrecidos del mundo, seguido en segundo lugar, por Venezuela.
A esto se suma que cerca del 40% de la población es analfabeta, según datos del Banco Mundial, y solo la mitad de los niños asiste a la escuela, según Unicef. Es importante advertir que esto no es un escenario de Hollywood, sino la realidad de un país, Haití, que ha experimentado una serie de desastres a lo largo de su historia, incluidas dictaduras militares, huracanes, terremotos, líderes mesiánicos, gobiernos fallidos, conspiraciones, asesinatos políticos, así como la influencia de cofradías de narcotraficantes y oligarquías insensibles y silenciosas.
Analizar la situación de este país, me hizo recordar un viejo dicho venezolano: “lo bueno también ocasiona algún daño”. Y es que toda esta situación ha convertido a Haití en un país altamente dependiente de la ayuda internacional. Según las Naciones Unidas, entre 2011 y 2021, el país recibió al menos 13.000 millones de dólares, sin que esto haya tenido un impacto significativo en la pobreza del país. Esa dependencia de la ayuda internacional impactó negativamente en la presencia del Estado en todo el país.
Eso lo demuestra el hecho de que antes del terremoto de 2010, el 80 % de los servicios públicos eran controlados por actores privados, como organizaciones sin fines de lucro, iglesias, bancos de desarrollo y el sector privado, y no por el Estado. Ello, aparentemente, se debió a la desconfianza de los donantes ante la enorme corrupción de los funcionarios públicos del país.
La pobreza y la casi desaparición del Estado han provocado la deforestación y la degradación ambiental. El Banco Mundial estima que el 98% de sus bosques han sido talados, principalmente para producir leña y carbón, lo que ha provocado la erosión del suelo y una grave escasez de agua potable. Haití se encuentra en el extremo occidental de la isla de La Española, que comparte con la República Dominicana, país que se siente profundamente afectado por la crisis de su vecino, ya que la primera opción para los haitianos que buscan salvar sus vidas es emigrar a la República Dominicana. Cualquier similitud con otras realidades regionales es pura coincidencia.
La pregunta que todos se hacen es: ¿y ahora qué?
Es muy difícil responder a esta pregunta, ya que todo apunta a que el deterioro continuará de manera lenta pero constante.
En países como Haití, la democracia está lejos de ser un valor absoluto por el que luche la mayoría. Especialmente porque esa mayoría no cree que cambie sus condiciones de vida, con o sin ella.
Cuando ese país tuvo espasmos democráticos, por decirlo de alguna manera, la policía y las bandas criminales siguieron invadiendo casas, secuestrando y asesinando personas en las zonas más empobrecidas de Haití, sin que eso molestara, en particular, a la pequeña oligarquía que sigue ocupando los puestos de poder en las instituciones democráticas.
Para muchos analistas políticos, Haití es «un país en extinción». Sin embargo, no es el único país que enfrenta esta situación; basta con echar un vistazo a África, Asia y, por supuesto, Latinoamérica para encontrar situaciones similares. Un ejemplo patético de ello es Venezuela, que fue uno de los países más ricos del mundo, pero en los últimos 25 años, la revolución bonita lo transformó en el segundo país más pobre de la región, superado solo por Haití.
Ha habido intentos por solucionar este escenario dantesco, se han presentado propuestas para encaminar soluciones de largo plazo que restauren la institucionalidad de Haití. Una de las propuestas más importantes surgió en la Comunidad del Caribe (Caricom) y consiste en la creación de un consejo presidencial o de notables de siete miembros con derecho a voto, que designaría al sucesor interino de Ariel Henry. Los miembros de este consejo provendrían del sector privado y de la sociedad civil e incluirían a un líder religioso.
Mientras tanto, ese sombrío escenario distópico se afianza con sus colores oscuros, ya que en el centro de la situación de Haití se encuentra un contrato social roto y un Estado que no rinde cuentas y no está verdaderamente presente en la vida de la gente, es decir, no representa a la población. Por lo tanto, la legitimidad del primer ministro que sea designado no solo debe venir del exterior, sino que debe ser otorgada fundamentalmente por la frágil sociedad haitiana, ya que es la única manera de que su mandato sea sostenible a largo plazo.