En un momento crítico como este, el debate sobre la estatalidad palestina y la «solución de los dos Estados» vuelve a tomar relevancia. Esta propuesta aboga por la creación de un Estado palestino en Cisjordania y Gaza, en paralelo al Estado de Israel, siendo un pilar fundamental en múltiples iniciativas para resolver el persistente conflicto entre palestinos e israelíes. Es importante recordar que, según las Naciones Unidas, Jerusalén es un punto de encuentro para cristianos, judíos y musulmanes, mientras que Tel Aviv es reconocida como la capital del Estado de Israel.
Volver a plantear la estatalidad de Palestina y su papel central en una solución al conflicto, en un momento en el que parece más difícil llevarla a cabo, parece más una aspiración que una propuesta que refleje la realidad de la zona en conflicto. Si bien es cierto que los palestinos tienen derecho a decidir de manera libre y autónoma tener un Estado propio, también lo es que una «solución» justa y duradera requiere mucho más que la estatalidad de ambas partes. De lo contrario, seguiría siendo una solución simbólica e inaplicable ante la situación actual.
Palestina se presenta como una nación fragmentada en tres partes: Cisjordania, Gaza y los campos de refugiados en los países vecinos, Siria, Jordania y Líbano. En cada uno de estos lugares, el control está en manos de diferentes autoridades. Cisjordania y la ciudad de Ramala están bajo la dominación de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y del histórico partido Fatah, mientras que, desde hace más de una década, la Franja de Gaza ha sido administrada por Hamás. Los campos de refugiados palestinos en Siria y Líbano han estado fuertemente influenciados por el régimen sirio de Bashar al Assad y por Hezbolá, que han sido, durante años, defensores de la causa palestina.
La administración territorial de la zona palestina es verdaderamente compleja. Por un lado, Israel sigue considerando la Franja de Gaza y Cisjordania como parte de su territorio, reservándose la capacidad de intervenir en cualquier aspecto de su administración. Sin embargo, desde los Acuerdos de Paz de Oslo de 1993, Israel ha concedido a la Autoridad Nacional Palestina competencias en áreas como educación, salud, políticas sociales, recaudación de impuestos, infraestructuras y la formación de una policía palestina. Esta situación debió haber sido el preludio de un acuerdo final para la creación de dos Estados, lo cual nunca se materializó.
En un momento especialmente complicado, se ha vuelto a plantear el debate sobre la estatalidad palestina y la «solución de los dos Estados». La creación de un Estado palestino en Cisjordania y Gaza, junto con el Estado de Israel, ha sido uno de los pilares de la mayoría de las propuestas para resolver el prolongado e irresoluto conflicto palestino-israelí. Sin embargo, el desenlace del Proceso de Oslo, que para los palestinos (y solo para ellos) que debía resultar en la creación de ese Estado, se desvaneció. Volver a discutir sobre la estatalidad de Palestina y su papel central en una solución al conflicto, en un momento en el que parece más difícil llevarla a cabo, es más bien un sueño inalcanzable. Por lo tanto, insistir en una «solución» justa y duradera requiere mucho más que la estatalidad de ambas partes.
En los análisis realizados durante estos meses de conflicto, se ha ignorado que disponer de un Estado propio es, en primer lugar, un derecho del pueblo palestino, reconocido por la comunidad internacional y reflejado en varias resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Es fundamental recordar que los palestinos son los habitantes originarios del territorio, que fueron desposeídos de sus tierras por el colonialismo británico y el movimiento sionista, y que fueron víctimas de una decisión de partición aprobada por la Asamblea General en 1947, una decisión única entre todos los procesos de descolonización.
Después de más de 75 años, la existencia de Israel como Estado es irreversible, pero el problema radica en que Israel continúa con su proyecto de expansión nacional estatal, ejerciendo prácticas puramente coloniales con los habitantes autóctonos y con sus vecinos, manteniendo uno de los casos más impactantes de exilio forzado de millones de personas y llevando a cabo una ocupación ilegal de Gaza y el control de Cisjordania.
Cuando se inició el Proceso de Oslo en 1993, la discusión sobre la estatalidad palestina y el estatus definitivo de Cisjordania y Gaza se pospuso a la última fase de las negociaciones debido a la exigencia de Israel de hechos concretos en cuanto a la seguridad de sus fronteras. Esta postergación convirtió la creación de un Estado palestino en parte de la retórica de la paz de Oslo, al menos para ciertos sectores de la comunidad internacional, especialmente la Unión Europea (UE). Al mismo tiempo, mientras la comunidad internacional realizaba un enorme esfuerzo financiero para apoyar a la Autoridad Palestina como paso previo al futuro Estado palestino, Israel continuaba con su política colonizadora, profundizando así la fragmentación y dependencia de los territorios ocupados.
A partir del colapso del proceso, a finales del año 2000, Israel construyó una frontera física (el muro de Cisjordania), se retiró de Gaza y la sometió a un bloqueo prolongado, intensificó la ocupación de Cisjordania y continuó con la des-arabización de Jerusalén Este. En esta dirección, la comunidad internacional no intervino y, lo que es aún peor, contribuyó pasivamente a mantener la situación.
La estrategia de la estatalidad y la internacionalización ha producido resultados significativos, aunque limitados. A pesar de que Palestina no cuenta con una soberanía efectiva y está sometida a una ocupación, el Estado palestino ha realizado enormes esfuerzos para ser reconocido, pero no ha logrado que gran parte de los países occidentales que le ayudaron en la fase de Oslo dieran el paso del reconocimiento formal. Esto ha creado una situación anómala en la que coexisten un movimiento de liberación nacional, una apariencia de autoridad interina palestina y un estado casi reconocido por un gran número de países, pero sin soberanía, todo esto en un contexto de ocupación.
El reconocimiento del Estado palestino, aunque tardío, es necesario por coherencia con la posición histórica de gran parte de la comunidad internacional. Sin embargo, es importante tener en cuenta que este reconocimiento no es suficiente para resolver el conflicto, sino que es un paso para apoyar a Palestina y enviar un mensaje a Israel. El acto de reconocimiento puede carecer de trascendencia si se limita a un acto protocolario, por lo que debe ser parte de una estrategia que tenga como objetivos acabar con la ocupación, fortalecer a los palestinos y contribuir a desmantelar la impunidad.
Esa estatalidad debería estar enmarcada dentro del derecho a la autodeterminación de los pueblos, tal como se establece en las resoluciones 1514 y 1541 de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Además, se deberían intensificar las relaciones bilaterales con el nuevo Estado y servir para reformular las relaciones bilaterales con Israel. Es importante señalar que uno de los principios que Israel ha logrado establecer en sus relaciones con otros Estados es separar las relaciones bilaterales de la cuestión del conflicto con los palestinos. Esto le ha permitido mantener relaciones «normales» mientras continúa la ocupación.
Reitero que el reconocimiento de Palestina como Estado no es la solución definitiva al conflicto, pero es un paso hacia ella. Surge la pregunta: ¿qué hacer con los grupos religiosos terroristas respaldados por Irán que son los responsables del actual enfrentamiento?. No existe respuesta a esa pregunta porque dependerá de un imposible entendimiento con la Republica islámica de Irán, lo cual raya con la palabra imposible.
Es fundamental recordar que en este momento miles de personas, familias enteras, carecen de alimentos, agua, medicamentos y vivienda. Además, más de 100 personas están en manos de Hamás como rehenes. La violencia ha cobrado la vida de 1,200 israelíes y más de 35,000 palestinos.