“Todo esto, a mi juicio, requiere conocerse y reconocerse, aprender y reprenderse, despoblarse de armas y repoblarse de la poética del alma. La bondad naciente del verso que somos, es la única inversión que no falla”.
El mundo se nos ha quedado pequeño, pero los retos actuales son variados y abundantes; aunque no hay que tener miedo a nada, tomando como cultivo el aliento de la esperanza. Es cierto que la pesadumbre siempre cohabitó entre nosotros; sin embargo, todo se puede vencer, con la implicación debida para convencer y el tesón permanente. Sea como fuere, tenemos el deber de no cruzarnos de brazos, sino de levantar vuelo y desenmascarar el aluvión de atrocidades que nos circundan, rescatando tantos valores olvidados o perdidos, que nos impiden muchas veces llegar a los horizontes claros. Para ello, se requieren respuestas humanitarias colectivas. Hacen falta operaciones de sosiego y aminorar tensiones que nos inflaman de odio y venganza. Ha llegado el momento, sin duda, de activar el corazón y de practicar el abrazo permanente, con la autenticidad del lenguaje como abecedario. Quizás tengamos que ir más allá de una mera diplomacia entre análogos, despojándonos de inútiles retóricas mundanas, para reconducirnos sin la manifiesta antítesis de unos contra otros, sean ricos o pobres, blancos o negros; pues, lo significativo es que finalice esta cultura que todo lo envilece de despropósitos.
Hemos confundido todos los timbres existenciales y caminamos en un desatino permanente. Hay que enmendarse y ganar fortaleza, para cambiar esta atmósfera cruel que nos gobierna en cualquier parte del planeta, administrar riesgos y utilizar canales que nos humanicen, cuando menos para prevenir la tormenta de inhumanidades que nos asolan por cualquier esquina. En consecuencia, si importante es resolver nuestras propias controversias internas por medio del sentido común, también tenemos que rebajar los litigios internacionales, sumando el latir de los corazones diversos con el abrazo permanente de cultos y culturas, de manera que todo entre en sintonía de entendimiento. Entenderse, sin duda, es el gran reto. No perdamos ocasión de aprender de los caminos recorridos. Esto es fundamental para no perder orientación y continuar siendo dueños de nuestros sentimientos, desterrando toda injusticia que nos ciega internamente. Junto a este cúmulo de inmoralidades, tampoco podemos cerrar nuestros oídos, al eco del fuerte oleaje de dramas colectivos. Urge, por consiguiente, despertar y extender la mano. Se impone, mal que nos pese, un cambio de orden moral. Algunos trastornos habituales, aunque nos desesperan conviven con nosotros; y, lo que es peor, nos hemos acostumbrado a ellos, amortajándonos en vida.
Ante este cuadro dramático, es obvio, que necesitamos con urgencia otro espíritu más armónico, que se abstenga de ese afán dominador del mundo, mediante el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier país, la utilización armamentística y tantos otros esquejes demoledores, que lo único que generan son divisiones y más miseria humana. La justicia requiere ganar conciencia para no repetir contiendas destructivas. El diálogo, únicamente el verdadero intercambio de pulsos compartidos es lo que proporciona la solución de los conflictos. Dejemos de engañarnos. No derrotemos nuestro propio raciocinio en la era del conocimiento. Hagámonos examen de rectitud a nuestros comportamientos. De entrada, personalmente, me niego a que nos rija un ambiente de impunidad, donde cada cual pueda hacer lo que le venga en gana. Hay que gestionar otros ritmos más responsables. Quitemos de nuestros andares este malestar social, resultado del fracaso generalizado educativo, e impongámonos otros movimientos más solidarios de promoción integradora como humanidad, lo que conlleva sentirse familia unida e indivisible, ya que nada de lo que ocurre, por lejano que lo consideremos, nos va a resultar ajeno.
Indudablemente, no podemos continuar alcanzando las más altas cotas de inseguridad e incertidumbre, generadas en parte por el incremento de la desigualdad, la crisis climática y la pandemia de COVID-19. Precisamente, hace unos días, reivindicaba el Secretario General de Naciones Unidas, la extrema precipitación de insuficiencias. Lo decía así: “Necesitamos un aumento de la diplomacia para la paz, un aumento de la voluntad política para la paz y un aumento de la inversión para la paz”. Todo esto, a mi juicio, requiere conocerse y reconocerse, aprender y reprenderse, despoblarse de armas y repoblarse de la poética del alma. La bondad naciente del verso que somos, es la única inversión que no falla. Yo así lo entiendo. Por ello, hay que invertir en transformarnos, para que el mundo en vez de parecer un polvorín a punto de explotar, por el no entenderse de sus moradores, se convierta en un auténtico hogar, donde nadie sobre y todos seamos precisos. Asumamos que la paz llega si en verdad vive en la mano de todos. Desde luego, es una responsabilidad universal, que pasa por la acción de cada ser humano, a través de los pequeños actos de cada día. Todo esto se refrenda con la consideración y el respeto de uno mismo, hacia sí y hacia todo lo que le rodea.