La supervivencia de la democracia estadounidense moderna, ahora amenazada por corrientes autoritarias, se basa en muchos sentidos en la premisa de que las minorías de Estados Unidos se alzarán conjuntamente frente a déspotas como Donald Trump. Bajo esa idea de que el tejido social que supuestamente une a los latinos –nuestro pasado, herencia cultural, experiencia como inmigrantes– es incompatible con el trumpismo. Sin embargo, esa suposición toma una etiqueta antigua e inventada –”la comunidad latina”– que designaba como una comunidad a millones de latinoamericanos de diferentes orígenes y etnias que emigraron a Estados Unidos en el siglo XX. Décadas después, esta tierra que antes les resultaba extraña es su hogar, y las nuevas generaciones de latinos se preguntan si nuestras identidades, nuestros valores y nuestras visiones de futuro aún pueden aglutinarse bajo un mismo techo.
Soy una latina de primera generación nacida en Miami, hija de una exiliada cubana cuya familia huyó de Cuba y de un inmigrante mexicano. Mis padres formaron parte de la oleada migratoria masiva de latinoamericanos a Estados Unidos posterior a la década de 1960, que cambió radicalmente el país. Durante años, la población [de Estados Unidos] nacida en Latinoamérica pasó de menos de un millón en 1960 a casi 19 millones en 2010. Desde la Revolución Cubana hasta las nefastas oportunidades económicas de México, pasando por las guerras civiles de Centroamérica, millones de latinoamericanos como mis padres dejaron su vida anterior para encontrar un nuevo comienzo en el Norte.
Cuando yo nací, en 1987, el Gobierno federal ya había acuñado una expresión para clasificar a este nuevo segmento en rápido crecimiento de personas de ascendencia latinoamericana. Nos llamaban “hispanos” y, finalmente, “latinos”. Irónicamente, aunque esas palabras intentaban captar lo que nos distinguía del resto de angloamericanos, también condensaban nuestra diversidad y nuestro individualismo, confinándonos a un término que nunca estuvo preparado para prever el futuro.
Desde que mis padres llegaron a este país en la década de los 60, y desde principios de los 80, millones de inmigrantes se americanizaron, integrándose poco a poco en un país cuya oscura historia con el racismo empujó a muchos a creer que el sueño americano se alcanzaba mejor en inglés. Poco a poco, los acentos españoles se transformaron en spanglish, las banderas mexicanas desplegadas en el exterior se acompañaron de los colores rojo, blanco y azul, y muchos inmigrantes dieron a luz a niños con nombres que sonaban estadounidenses. Ahora que la migración masiva posterior a la década de los 60 se ha estabilizado y que son los recién nacidos, y no los inmigrantes, los que alimentan la población latina de Estados Unidos, las generaciones más jóvenes parecen estar encontrando su hogar
Algunos latinos estadounidenses están adoptando múltiples identidades que en su día pudieron haber estado reprimidas en su país de origen y se enorgullecen de una diversidad que supuestamente refleja el futuro de Estados Unidos. Por ejemplo, hoy se identifican como multirraciales más de 27 millones de latinos, un aumento significativo desde 2010, cuando solo tres millones se identificaban con más de una raza. Los sondeos también muestran que la identificación como LGBTQ es mayor entre los latinos que entre cualquier otro grupo demográfico, o que los latinos jóvenes son cada vez menos creyentes o se movilizan por los derechos reproductivos y se solidarizan con el movimiento palestino. Puede que sean latinos sobre el papel, pero también es posible que se identifiquen primero como negros, o como afrolatinos, o morenos, o queer, o simplemente como estadounidenses.
Sin embargo, otros latinos han optado más bien por emular a la mayoría blanca, adoptando progresivamente tendencias que impulsan el trumpismo. Un mayor número de latinos votaron por Trump en 2020, tras sus cuatro años en la Casa Blanca. Los pronósticos apuntan a que esas cifras seguirán aumentando, en gran parte porque la retórica antiinmigrante y el mensaje mesiánico del republicano parecen estar encontrando eco. Los sondeos muestran que los protestantes latinos apoyan cada vez más el nacionalismo cristiano.
En mis reportajes he reflejado la forma en que la xenofobia se cuela lentamente por la puerta de atrás en los hogares latinos. En lugar de ver a los inmigrantes con empatía o como reflejo de sí mismos, muchos los criminalizan y ven a los solicitantes de asilo como una amenaza existencial para su bienestar. De hecho, la discriminación no se limita a los de la frontera sur. Según Pew Research, más del 40% de los latinos con un color de piel más oscuro han sufrido discriminación por parte de otros latinos en Estados Unidos. Puede que este grupo sea latino sobre el papel, pero también es posible que se identifique primero como blanco, o mestizo, o simplemente como estadounidense.
Durante la oleada migratoria posterior a 1960, los latinoamericanos recién llegados se vieron rodeados de rostros desconocidos que, de repente, encontraron un terreno de entendimiento en su búsqueda colectiva de pertenencia a Estados Unidos. De esta manera, los términos “hispano” o “comunidad latina” tejieron la ilusión de una población que siempre estaría unida por unos sueños, un idioma y unas tradiciones comunes. Pero décadas después, ¿qué ven los 62,5 millones de latinos el uno en el otro? ¿Era todo un simple mito?
Cada generación ha desafiado y ampliado el significado de las etiquetas que se nos han adjudicado. Sin embargo, las elecciones de 2024 serán una auténtica prueba para nuestra unanimidad, y revelarán si el tejido social que antiguamente nos unió es capaz de resistir la división actual. Sea cual sea la respuesta a esta pregunta, seguramente seremos testigos del inicio de un nuevo y revelador capítulo de la historia latina. ¿Qué etiqueta le pondremos?