La propuesta de reforma constitucional en Nicaragua, promovida por el presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta Rosario Murillo y aprobada por 91 diputados el viernes 22 de noviembre de 2024, representa un paso más hacia la consolidación del matrimonio dictatorial que gobierna ese país desde hace 17 años. Es la duodécima enmienda que propone Ortega desde 2007, incluida una que le permitió ser reelegido de forma indefinida en el cargo.
La iniciativa de reforma constitucional incluye cambios profundos en la estructura política y administrativa de Nicaragua. Entre los más controvertidos se encuentran la extensión del período presidencial de cinco a seis años y la creación de la figura de «copresidenta», asignada a Rosario Murillo, quien además tendría la autoridad para designar a su propio vicepresidente. Este último cambio busca formalizar el rol que Murillo ya desempeña en la práctica, consolidando su influencia y reforzando la percepción de un gobierno de carácter dinástico.
Además, la propuesta contempla una mayor militarización del poder estatal, permitiendo al presidente otorgar al ejército y la policía roles temporales en el Ejecutivo bajo el argumento de «intereses supremos». También permitiría ejercer un mayor control sobre los medios de comunicación mediante restricciones justificadas en la protección frente a intereses extranjeros.
Estas medidas, combinadas con la Ley de Ciberdelitos de 2021, refuerzan el aparato de censura y represión estatal.
Desde 2018, Nicaragua se encuentra sumergida en una crisis política marcada por protestas masivas, la represión violenta de la oposición, encarcelamientos arbitrarios y el exilio forzado de miles de ciudadanos. Las elecciones generales de 2021, ampliamente criticadas por la comunidad internacional, reforzaron el control de Ortega al eliminar a los principales candidatos opositores mediante detenciones y amenazas.
Esta reforma surge en un momento en que el gobierno sandinista enfrenta sanciones internacionales y aislamiento diplomático. Más de 300,000 nicaragüenses han emigrado debido a la crisis política y económica, un fenómeno que debilita aún más la capacidad de la sociedad civil para resistir el autoritarismo.
Quizás el argumento más sólido para justificar se encuentra en que la cabeza de la dinastía Ortega enfrenta problemas graves de salud y estaría asegurando, con estos cambios, la perpetuidad de su familia en el poder. Al extender el mandato presidencial y consolidar la figura de Murillo como copresidenta, se refuerza el control absoluto del Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial, lo cual debilita aún más la separación de poderes y erosiona la institucionalidad democrática.
Es decir, garantizar la permanencia, en el poder, de la familia Ortega-Murillo. El artículo 135 establece que: “Por falta definitiva de uno de los copresidentes, el otro copresidente o copresidenta terminará el período por el que fueron electos”.
Como señalé anteriormente, la nueva norma facultaría a los copresidentes a designar a los vicepresidentes, lo que dejaría la puerta abierta a que los hijos de Daniel Ortega y Rosario Murillo se conviertan en vicepresidentes.
La militarización del gobierno incrementa los riesgos de represión violenta contra cualquier tipo de oposición, lo que generaría mayores violaciones a los derechos humanos. La ampliación del control sobre los medios y las restricciones a la información dificultan la organización de movimientos opositores y perpetúan una narrativa oficialista en la opinión pública. Cualquier parecido con la realidad venezolana es solo coincidencia.
Estamos ante otra dictadura constitucional en Latinoamérica.
Vale señalar que una dictadura constitucional es un régimen en el que, a pesar de contar con una constitución formal que debería garantizar derechos y libertades, el poder se concentra en una sola persona o un pequeño grupo. Las decisiones se toman sin consulta ni participación de otros actores políticos, y las instituciones democráticas, como el parlamento y el poder judicial, están controladas para mantener el autoritarismo.
Esta deformidad del sistema político permite que la constitución pueda ser manipulada para eliminar limitaciones como la reelección y de paso, favorecer al régimen. Aunque se celebran elecciones, no son libres ni justas, y la represión de la oposición, la censura y el uso de la fuerza son comunes.
Además, se emplea la propaganda para controlar la narrativa pública, y el régimen puede implementar políticas populistas para mantener el apoyo popular, consolidando así su poder. Estas características permiten a los líderes autoritarios mantener una fachada de legalidad y legitimidad, al mismo tiempo que consolidan su control sobre el país.
La comunidad internacional ha expresado en diversas oportunidades su preocupación por la deriva autoritaria del régimen de Ortega-Murillo. Las sanciones económicas y diplomáticas impuestas tanto por Estados Unidos como por la Unión Europea buscan presionar al gobierno nicaragüense, aunque hasta ahora no han logrado revertir su curso autoritario, ni parece que en el futuro vaya a ser diferente.
El reto para la oposición interna y la diáspora nicaragüense es aún mayor desde hace unos días, ya que ante un régimen que controla todos los mecanismos del Estado, las posibilidades de resistencia se limitan a acciones en el ámbito internacional y al fortalecimiento de las redes de solidaridad en el exilio. A nivel interno, el control militar y mediático hace difícil prever un cambio significativo en el corto plazo.
La historia de regímenes autoritarios en América Latina sugiere que los cambios pueden ser impulsados por crisis económicas profundas, fracturas dentro del aparato estatal o movilizaciones populares masivas, En el caso de Nicaragua, esas posibilidades están cada vez más disminuidas, ante un poder casi ilimitado de la dinastía Ortega.
Al mejor estilo revolucionario, se establece la bandera del Frente Sandinista como símbolo patrio y se instaura a los paramilitares a nivel constitucional bajo la figura de Policía Voluntaria. Por lo que se puede observar de esa reforma, se puede concluir que se trata de una reforma total (nueva Constitución) disfrazada de “reforma parcial”, ya que deroga 38 artículos de la Constitución vigente hasta hoy, y reforma otros 143 artículos de los 198 que tendría la nueva Carta Magna.
Según la legislación nicaragüense, una nueva Constitución solo se puede hacer mediante la elección de una asamblea con ese mandato expreso de los votantes: una Asamblea Constituyente. En cambio, una reforma parcial solo necesita la aprobación del Parlamento, en dos legislaturas, con el 60 por ciento de los votos de los 92 diputados en cada una. Este procedimiento pudiera ser interpretado como un autogolpe de Estado.
Otro elemento que llama la atención del cambio constitucional es que, según el texto original enviado por Ortega a la Asamblea Nacional, en el preámbulo se evocan con nombres y apellidos a unos 40 personajes, y entre los nuevos “héroes” menciona a Ernesto “Che” Guevara, Fidel Castro, Hugo Chávez Frías, Francisco Villa, Emiliano Zapata y Simón Bolívar, entre otros.
En lo que respecta a la separación de poderes, queda oficialmente abolida con el artículo 132, que establece: “La Presidencia de la República dirige al Gobierno y como Jefatura de Estado coordina a los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del pueblo nicaragüense y de lo establecido en la presente Constitución”.
Asimismo, incorpora, en la nueva Constitución, la apatridia como un mecanismo de represión contra quienes se le oponen. El artículo 17 de la reforma propuesta dice: “Los traidores a la Patria pierden la nacionalidad nicaragüense”. La gran mayoría de presos políticos han sido acusados de “traición a la patria” y, aún con las garantías constitucionales que existen hasta hoy, casi 400 nicaragüenses han sido despojados de su nacionalidad por razones políticas.
Es de hacer notar que existen diversas convenciones internacionales destinadas a prevenir y combatir la apatridia, y la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) establece en su artículo 15: “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad”. También señala que nadie debe ser privado arbitrariamente de su nacionalidad.
En lo que respecta a la religión, la nueva norma constitucional recoge la hostilidad con que el régimen nicaragüense trata a las iglesias, particularmente a la iglesia católica. El artículo 14 establece que, “al amparo de la religión, ninguna persona u organización puede realizar actividades que atenten contra el orden público” y que “las organizaciones religiosas deben mantenerse libres de todo control extranjero”.
Finalmente, Nicaragua dejará de ser una supuesta revolución para convertirse en un régimen dinástico al servicio exclusivo de la familia Ortega-Murillo. Este es el objetivo central de la amplia reforma constitucional aprobada en la Asamblea Nacional sandinista, que en realidad busca imponer una nueva Carta Magna diseñada para legitimar el absolutismo que recaerá sobre la «familia real» sandinista. Con estas medidas, Daniel Ortega asegura que, al faltar él, Rosario Murillo heredará el poder de forma automática, consolidando así un gobierno de carácter dinástico y perpetuando su control sobre el país.