Cuando llega el otoño, los colores brillantes de las hojas por caer se propagan a través de los jardines, los verdes bosques y las arboladas colinas. Durante unas semanas el follaje se torna color carmesí y oro. Cuán bellamente envejecen las hojas, sus últimos días están llenos de luz y color.
Un poco después, las hojas se desprenden, y el deleite que nos dieron sus tonalidades brillantes, se torna en melancolía cuando las ramas quedan desnudas. Deberíamos encontrar tiempo para sentarnos y con tranquilidad mirar la caída de las hojas. El otoño es el silencio que viene antes del invierno. En lo personal, siempre me ha gustado, es un regalo visual que nos da la Naturaleza para darnos ánimo y enfrentar mejor los oscuros días del invierno. Si pudiéramos comprimir el año entero en un reloj, el otoño sería la hora mágica, es cuando la Naturaleza lleva su acuarela a los árboles. Hay una gran armonía y un brillo especial en el cielo que en el verano no escuchamos o vemos, es una estación fugaz y melancólica. El otoño nunca me ha parecido una estación triste, sino al contrario, ya que la renovación de las hojas me inspira una esperanza en el porvenir, es un momento ideal para habituarnos a una nueva visión de la vida y disfrutar y saborear las cosas simples y sencillas.
El fenómeno de la caída de las hojas, que nos proporciona por igual placer y tristeza, es resultado de la necesidad del árbol de detener el proceso de la vida, y permanecer en estado latente durante el invierno. Los árboles siguen creciendo aún después del desprendimiento de sus hojas, y aunque caiga la flor o las hojas, queda la rama, que seguirá siendo el mejor sitio para construir un nido.