“Hay que ponerse manos a la obra, debatiendo mucho para contribuir a configurar un futuro distinto al actual, donde se active la universalización del respeto y la protección hacia toda vida”.
El sentido de la vida no está en quedarse con los brazos cruzados, sino en ponerse en movimiento a pesar de las dificultades, en hacer camino con la valentía de reconstruirse y de hacerse mejor persona, ciudadano de bien con la fuerza de la esperanza y el coraje del encuentro, con el valor de no quedarse parado y arriesgar, con el temple neutral y preciso para no sentirse nunca aislado, sino junto a los demás; y, si me lo permiten asimismo, con la bravura necesaria para cerrar brechas entre análogos, erradicar cualquier tipo de discriminación, impulsar la participación y solidaridad entre nosotros. Requerimos un naciente compromiso social para una nueva etapa, que ha de estar impulsada por los derechos humanos; pues de nada sirve que dicho documento universal sea el más traducido en todo el mundo y esté disponible en multitud de lenguas, si después no lo ponemos en práctica en nuestro entorno más próximo. Se me ocurre pensar en ese caudal migrante y sus tremendas historias de desesperación, de combate en busca de nuevas oportunidades, de seguridad y protección y de trabajo duro pero decente. Ojalá experimentemos a reintegrarnos, a formar parte de una única familia humana.
En efecto, la recuperación ha de comenzar por uno mismo, a través del valeroso espíritu de franqueza, que es el que nos hace cambiar de actitud y revelarnos hacia ese orbe indigno, que venimos observando y dejando pasar. No es tiempo de la palabra, sino de la acción; de la constancia y el tesón necesario para propiciar ese cambio, cuando menos para oírnos unos a otros y escucharnos. Hasta que no logremos entrar en sintonía todas las culturas, cuestionándonos con valentía nuestro paso por esta vida, difícilmente vamos a proseguir en el rescate del que todos hablamos, pero muy pocas gentes lo viven. Dispongámonos del atrevimiento oportuno y de la perseverancia elemental para tomar el reencuentro de la mística como fe de vida laboral. Será bueno tejer abecedarios acordes a nuestras actuaciones y mostrar nuestro lado más sensible, hacia aquellos que nadie escucha. Son tantas las cargas de sufrimientos, que necesitamos globalizar los hombros del pulso. A propósito, me quedo con la idea Aristotélica de que “la excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía”. Precisamente, entiendo que es la ejemplaridad de ejercicio en comunidad, la que nos hace progresar verdaderamente hacia la quietud.
Ciertamente, hoy más que nunca necesitamos de ese ambiente de tranquilidad y sosiego para proseguir el camino, máxime en un tiempo en el que la pandemia de COVID-19 está dejando una huella imborrable en la salud mental de todas las edades; que se agrava aún más por la precariedad diaria en la que viven muchas gentes. Sea como fuere, hemos de regresar a ese estado melódico del alma, a tomar conciencia de nuestro libre obrar, pensando en el fundamento ético que la convivencia nos exige, para huir de este espíritu corrupto dominador que padecen pueblos y naciones, lo que agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación, que ha de fortalecerse de honestidad y transparencia. Desde luego, hemos de reconocer que no es fácil la reparación de un cosmos tan diverso, pero hay que ponerse manos a la obra, debatiendo mucho para contribuir a configurar un futuro distinto al actual, donde se active la universalización del respeto y la protección hacia toda vida, se encuentre donde se encuentre, y enjuiciando a los responsables de cualquier hecho violento o ilícito. Lo malo de toda esta atmosfera de crueldades, es que todavía continuamos batiéndonos más por nuestras mundanidades que por nuestros andares libres y razonables.
Ensayemos la lección del viento y sus diversas brisas, sí, jamás cesa en su furia de mudanza. Sin duda, ese mismo empuje y determinación es lo que nos resta para dar paso a un lozano tono reconciliador y a un inédito timbre reformador, porque realmente este sistema vierte tras de sí un montón de huellas violentas y de violaciones que nos dejan sin palabras. Deberíamos aprender de la historia y cuidarnos de otro modo y también velar por el espacio que nos asiste de otra manera; pero, para eso, tenemos que apiñar entusiasmos, trabajar unidos y no descartar a nadie por muy diferente que sea a esta cultura dominadora que no entiende de consideración ni de reparo alguno, que desprecia y pisotea al débil, que no duda en despreciar y en explotar al indefenso, puesto que hasta los mismos derechos humanos no son iguales para todos, aún no los hemos universalizado y pretendemos rehacer un hogar común. La coherencia no va con nosotros. Es una pena. Los abusos están a la orden del día. Realmente, se respira una atmósfera de distanciamiento y enfrentamiento que destruye todos los vínculos de cercanía. De todo este lio, de una manera u otra, todos somos culpables. Deberíamos cultivar el ser mediadores de esperanza. Son tantas las lágrimas derramadas que todo aliento es poco. Para empezar, abramos las veredas del diálogo, con las llaves del abrazo conciliador. Algo, en ocasiones, es todo.