“Salgan, salgan, salgan, ánimas de pena que el rosario santo rompa sus cadenas. Tenemos descanso el día de finados, pero en todo el año somos olvidados…” así reza un cántico de la época prehispánica en donde los muertos piden por los vivos, forma parte de La Cantada, una ceremonia en
Veracruz para celebrar a los difuntos.
La festividad del Día de Muertos y de Los Santos Difuntos es de las más bellas en la cultura mexicana, por algo desde el 2003 la UNESCO reconoce esta tradición como obra maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad.
Es un festejo a la memoria y una invitación a no caer en el olvido de nuestros seres queridos. Resalta dos elementos importantes alrededor de la muerte: la relación con la divinidad y el acompañamiento ante lo desconocido.
Hay un ser superior que decide nuestro futuro y ante este desasosiego, hay incertidumbre y temor ante lo inevitable, de ahí que sea necesario acompañar a los difuntos en su camino, pero con la seguridad de un reencuentro futuro.
Los orígenes de esta festividad datan de la fusión de las culturas indígenas e hispánicas en la veneración a la muerte, y las fiestas católicas del Día de los Fieles Difuntos y de Todos los Santos, el 1 y 2 de noviembre.
Desde antes de la llegada de los españoles, la muerte era el centro de una ceremonia ritual para los indígenas; según el momento histórico y cultura, era la forma en que se significaba, siempre, con sentimiento de relevancia y veneración.
En algunos pueblos prehispánicos, cuando alguien moría, el muerto era enterrado envuelto en un petate y sus familiares organizaban una fiesta con el fin de guiarlo y acompañarlo en su recorrido al Mictlán, lugar de los muertos. Le colocaban la comida que le agradaba en vida, con la creencia de que podría llegar a sentir hambre. Las tumbas se adornaban con flores para asegurar un buen camino.
En el Día de Muertos, se creía que las ánimas regresaban a casa a convivir, de ahí que les prepararan un altar con sus gustos en comida y bebida, y con objetos preferidos. Los altares eran decorados con flores de cempasúchil, papel picado, calaveritas de azúcar, pan de muerto, incienso para aromatizar el lugar y velas que marcan el camino a recorrer para que no se pierdan. En la antigüedad este camino iba desde la casa de las familias hasta el panteón.
Cuando llegaron los españoles, los pueblos prehispánicos se unieron al calendario cristiano, que coincidía con el final del ciclo agrícola del maíz, principal cultivo alimentario del país, para celebrarla. En el calendario Mexica, de 18 meses, los meses noveno y décimo denominados Tlaxochimaco y Xocolhuetzi respectivamente, estaban dedicados a la celebración del día de los muertos chiquitos, el primero y de los grandes, el último.
Por su parte, los católicos, festejaban en dos días a los muertos, el 1 de noviembre que correspondía a Todos los Santos, día dedicado a los “muertos chiquitos” o niños, y el día 2 de noviembre a los Fieles Difuntos, es decir, a los adultos o a las almas del purgatorio, pidiendo a los santos que intercedan por ellas, para alcanzar la paz.
Los altares, la visita a los panteones y la celebración religiosa católica se conserva en la actualidad.
Para los mexicanos, la muerte es una mezcla de lo sagrado y lo profano; ante el misterio, es objeto de fiesta, de juego, de diversión.
Estamos llenos de refranes, canciones y expresiones que reflejan humor y temor. “El muerto al pozo y el vivo al gozo”, “de gordos y glotones están llenos los panteones”, “no andaba muerto, andaba de parranda”, “el que por su gusto muere hasta la muerte le sabe”, “no vale nada la vida, la vida no
vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba”. o expresiones como: “ya se lo llevó la flaca, la huesuda, la catrina, ya colgó los tenis, ya estiró la pata”.
Enhorabuena por los recuerdos de nuestros seres queridos. “Las veredas quitarán, pero la querencia cuando”.