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“No es tiempo de batallar contra nadie, sino de celebrar esa cultura del abrazo que nos invita a levantar el ánimo para asegurar ese futuro común, que lo hemos de labrar a través del diálogo, la escucha y las negociaciones serias en vez de más armas”.
El abecedario de contaminantes es diverso y variado, siempre lo ha sido, sólo hay que mirar el pasado pero no para vivir únicamente de sus avances, sino para encontrar esas respuestas adecuadas a los problemas, en orden a afrontar y superar los retos de la historia, sin perder el sentido humanitario y la orientación adecuada; máxime en un tiempo, en el que podemos lograr un mejor conocimiento de los problemas generales, si en verdad tomamos conciencia de cómo las nuevas tecnologías de la información y la comunicación pueden contribuir a ese acercamiento entre unos y otros. Sea como fuere, el mañana no se concibe sin humanidad adherida a ese desvelo colectivo. Hacer familia es imprescindible para poder sumarse a ese brío joven, forjador de un mundo más equitativo, en el que domine la satisfacción del deber cumplido, que no es otro que el cultivo del espíritu cooperante, que es lo que en realidad es fuente de bienestar conjunto y de progreso humano.
Por supuesto, la tierra está desbordada de dolor pero tiene tras de sí, también, una batalla permanente de supervivencia y superación. Hoy más que nunca, los derrotados de esta mundana vida, necesitan asistencia social, sentirse interconectados y acompañados en un momento de grandes trastornos y dificultades. Sin duda, el peor mal está en la soledad impuesta, que te impide compartir nada. Desde luego, hay una necesidad humana de activar esa unidad y unión entre análogos, sobre todo ahora que andamos abrumados por el peso de la angustia de las persistentes y continuas tribulaciones, así como por el aislamiento de un corazón corrompido. De ahí, lo trascendente que es cambiar de actitudes y no desmoralizarse jamás. Lo substancial es no darse por vencido, resistir y no perder jamás ese amor propio que todos llevamos implícito con nuestro andar.
En el sufrimiento también cohabita un rostro y un rastro vivencial, que podemos aminorarlo a poco que pongamos en valor el entusiasmo del corazón, la gramática del pulso solidario, constante y responsable, para que se respete toda vida, por minúscula que nos parezca, y se dignifique el acontecer de las personas y de los pueblos. Con la certeza de que la congoja no puede eternizarse, la esperanza injerta siempre un nuevo impulso de cambio, junto con una firme confianza en el distintivo ser pensante, puesto que más pronto que tarde, ha de descubrir la posibilidad de reconstruir sociedades más afectivas y efectivas entre sí, que es lo que realmente contribuye de manera concreta y eficaz a la cimentación de cauces justos, libres y sosegados. No perdamos el tiempo en absurdas divisiones, la única opción realmente constructiva radica en incrustarse al círculo de la verdad y en desterrar de nosotros los mezquinos intereses mundanos.
Indudablemente, el enfermizo huracán del sufrimiento requiere de otros aires más imaginativos, que nos hagan tomar otra disposición en la ruta de los días. Lo fundamental es no decaer jamás en la mirada. Buscar nuevos horizontes de inspiración, como auténticos poetas a tiempo completo, es tan imparcial como necesario. En cualquier caso, lo que hoy nos puede parecer negro, mañana puede esclarecer y hasta volvernos entusiastas de esa evidencia. Los tormentos son como nubes pasajeras, que ciertamente nos destrozan por dentro, pero la vida es eso, un rehacerse a los momentos, en cuanto instante preciso y precioso, y un renacerse en la donación responsable, sabiendo que nada es más valioso que la persona que camina a nuestro lado. En consecuencia, no es tiempo de batallar contra nadie, sino de celebrar esa cultura del abrazo que nos invita a levantar el ánimo para asegurar ese futuro común, que lo hemos de labrar a través del diálogo, la escucha y las negociaciones serias en vez de más armas.
Como ciudadanos en camino, todos sabemos que la indigencia humilla y es causa de ansiedades graves; acontecimientos que habitualmente causan encierros, violencia, sentimientos y deseos de venganza. Esta no es la vía. Hay que desechar lo que nos separa. Sin embargo, apostar por ese lenguaje tolerante es un buen modo de unirse y reunirse, a partir de un modo universal de vivir reconciliándonos y de restar preocupaciones. Cualquier punzada nos interpela, nos desafía por su peso de amargura, pero sobre todo nos invita a favorecer los alientos con una noble causa: ¡la de destronar el sufrimiento de nuestros interiores! La iniciativa supone un esfuerzo por parte de todos, para promover otra semántica más calmada, donde el sueño de los derechos humanos y del desarrollo sostenible, son el cauce exacto para entrar en placidez. ¡Cuán compasivo hace al ser humano la dicha! Parece que uno quisiera ofrecerse y entonar la alegría, porque la alegría es contagiosa y además es la piedra filosofal que todo lo convierte en quietud.